Friday, July 18, 2003

Los dos señores. Por AQ

Frente a la carretera camino al sur yace un hombre. Su mirada es un tanto engañosa y a través del vidrio por el que

veo, está sucio y mal herido. El sol se encuentra en lo alto y ciega la vista de todo aquel que pretende asomar su

rostro. No me puedo mover, es casi imposible. El hombre que yace frente a la carretera seguramente piensa que es

demasiado tarde, pero apenas han transcurrido treinta minutos desde que puso el pie izquierdo en la tierra. Vestido

de negro con camisa de rayón mal planchada, con aliento a cigarrillo barato, el señor, digamos M, no puede tener más

de cuarenta años, aunque por sus dientes postizos manchados por el cigarro y su indiscutible miopía le han agregado

unos diez años más.

Dos golpes en el estomago, uno en la cara, tres patadas en las costillas mientras me doblaba por el dolor, tres

veces la imagen de mi mujer con la mano en la cintura recargada en el umbral de nuestra habitación. El señor M trae en

su mano izquierda una anillo que denota su matrimonio, parece que para cada perro hay un árbol, en la mano derecha

trae otro anillo menos presuntuoso con letras y años seguramente de su graduación, es administrador, lo más

probable pasante como tantos de esos que llegan a la central con un velís lleno de papales en blanco, intentó un

tiempo vender enciclopedias y terminó distribuyendo sustancias prohibidas (para no exagerar más su historial). La

corbata del señor M, amarilla canario con puntos azules muestra pequeñas salpicaduras de salsa picante del puesto 2,

son difíciles de sacar porque doña Lupe le pone demasiado condimento a la salsa para exagerar el color y lo picante.

Estoy sangrando por la nariz y no parece detenerse. Estoy sangrando por la boca, ahora entiendo que los labios son

fáciles de cortar, más cuando son molidos contra tus dientes. Doy golpes contra la puerta con insistencia para lograr

salir. Estoy postrado y sólo en la parte trasera de un auto, el tape gris está demasiado ajustado, mis muñecas me

cansan y los pies los empiezo a mover, en una oportunidad quizás alguien me escuche.

Entregué el paquete a un señor R. fue lo que me ordenaron. Feliz con mi dinero continué entregando pasajes y

boletos. Hortensia tuvo una mala noche, sus ojeras indican que el insomnio le regresó después de casi tres meses.

Luce bien pero la tristeza en sus ojos denota que está preocupada por una pequeña bola que encontró en su pecho

izquierdo hace una semana. El señor M entró alrededor de la diez y fue directo a mí, a primera instancia le vendí un

boleto que me pidió con destino a México, sale a las doce. Exactamente a las diez treinta salí del despachador rumbo al

baño. Estaba casi vacío. Un señor de chamarra gris y tejana se disponía a salir cuando entré. El mingitorio quebrado, el

único que sirve de los cuatro, está frente a la puerta a un lado de los espejos. Estaba pensando en qué hacer con mi

dinero, en qué comprarle a mi mujer cuando escuché unos pasos que se aproximaban a la puerta. En lugar de ver

directamente a la persona que entró miré el fino reflejo de la silueta en la palanca del mingitorio. Imaginé que era el

señor del boleto a México. Lo supe porque era la única persona de traje negro con corbata amarilla. Terminé por

dirigirme a lavar las manos. No presté atención al señor que ingresó. Mojé primero la mano izquierda seguida por la

derecha. Apenas volteé y el señor que sería el M. escupió hacia el piso y me pidió el paquete. Lo ignoré alegando que

no sabía de qué hablaba, se rió ligeramente y me apuntó con cañón de una pistola plateada. Tres ojos apuntándome.

Nervioso respondí que ya lo había entregado. Un golpe a la mejilla derecha, el primero de varios, indicaba que esto iba

a terminar mal. Me llevó a través de las personas que esperaban en el piso su hora para abordar el autobús, miré a

Hortensia a lo lejos, nadie se percató de mi salida. Apuntándome con la pistola que escondida entre sus ropas,

llegamos al estacionamiento. Me subí a un Grand marquis verde con vidrios polarizados, tuve que conducir por un breve

tramo. Me amarró las manos con tape y después cubrió mi boca con la misma cinta, quedé en la parte trasera del auto

mientras que él aceleraba hacia un destino desconocido. Escuché leves golpes en la cajuela mientras que trataba de

girar para quedar boca arriba, imaginé que yo no era el primero, quizás otra victima de su propia codicia estaba

encerrada atrás y era conducida hacia el mismo lugar a donde yo iría. Manejó por unas dos horas. Pretendió, en ciertos

momentos del viaje, conversar conmigo pero vio que sería imposible, únicamente dijo que el paquete que yo había

entregado no era para esa persona, es decir que no debía haberlo entregado al señor R, una hora apenas y se paró a

orinar y aprovechó parar golpearme. Quedé hundido en la parte trasera casi inconsciente. Escucho nuevamente unos

ligeros golpes que vienen de la cajuela, son cada vez más leves como si fuera un suspiro que muere. Camino al

desierto, nos alejamos de la ciudad, sino fuera porque el auto corre bien diría que se está calentando, el olor que

desprende el radiador se está haciendo cada vez más notorio, las expresiones del señor M indican que le falta poco

para desvielarse. Al fin algo tronó, el cascabeleo del motor es un estrepitoso ruido de vapores. El señor M se orilla,

baja del auto echando pestes y por un momento todo queda en silencio. Escucho después que se acerca a la cajuela y

la abre, supongo que buscará agua para el radiador. Lanza una pregunta que me agobia. “¿Todavía estás vivo?” los

dos disparos que le siguen a su risa me hacen pensar en mi futuro y en quien era persona que acaba de morir. ¿Un

desafortunado como yo? ¿Un vendedor como él? Es fácil adivinar las posibilidades no son infinitas. Lo escucho cerrar la

cajuela con no poco desprecio. Por un instante me resigno e imagino que el próximo seré yo, pero sus pisadas se

alejan; se escuchan ahora sobre la carretera. No se oye aproximarse auto alguno. A los pocos minutos se escucha el

motor de un automóvil, lo imagino ligero y a gran velocidad, viene aun lejos, el ruido de su máquina se acerca. Suena

un balazo, el auto acelera excesivamente, se oye un golpe seco y pedazos de vidrio caer sobre el pavimento, imagino

que son los vidrios de los focos, o del parabrisas, el auto acelera entre la tierra y se oye un rechinido de llantas cuando

ingresa a toda velocidad a la carretera, el sonido de su motor se desvanece con la incertidumbre de mi destino.

Después de un rato de lucha con mis ataduras, logro incorporarme sobre el asiento trasero, todo este tiempo

permanecí postrado con la vista en el techo tragándome la sangre de mis heridas.

Visualizo a través del vidrio obscuro y sucio a un hombre de mirada engañosa, con piernas quebradas como los de

un perro atropellado. El sol está todavía en lo alto y me encandila levemente. Vive, trata de arrastrarse pero es

imposible. ¿En quien estará pensando en estos instantes? ¿Cuantos hijos tendrá? ¿Lo extrañará su esposa cuando

muera? Una cadena de oro cuelga de su cuello ¿Se la habrá regalado algún familiar? Que tonterías pienso. Aflojo la

cinta que me ata, primero mis manos, después los pies y lentamente la cinta que me cubre la boca, han transcurrido

alrededor de cuarenta minutos ¿Como es que nadie ha pasado? Es la carretera más sola que jamás haya visto. Salgo

del auto, lo decido porque el rostro del señor M luce tieso y lo más probable es que esté muerto. Escucho nuevamente

un golpeteo, ahora más leve, casi mudo. Voy hacia el cadáver del señor M, temeroso, saco las llaves de su traje negro

con salpicaduras de cuero cabelludo, pensé en ese instante arrastrarlo hasta el auto y lo hice. Su cuerpo deja una

capa negruzca en el pavimento la cual he tenido el cuidado de cubrir con tierra. Lo dejo a un lado del auto,

exactamente del lado contrario a la carretera. Abro la cajuela y descubro unos ojos que me miran sin emoción y sin

temor, los ojos de alguien que respira con gran dificultad y que hace pequeñas burbujas en la nariz con su propia

sangre. Una ligera exaltación por su parte sólo contribuyó a acelerar su muerte. Era el señor R, inconfundible a pesar

de lo desfigurado que luce. Le toco el cuello, acaba de morir. Arrastro nuevamente al señor M y lo meto en la cajuela,

no sin antes vaciar su cartera. Coloco los dos cuerpos ahí, la pistola encima, recojo la cinta con que había estado

amarrado, la pongo en la bolsa de mi pantalón. Antes de cerrar la cajuela tomo un galón con agua y una camiseta,

observo a los dos señores con sus trajes obscuros, se me figuran dos grandes bultos de carne con sacos baratos, dos

reses viejas sacrificadas para comida de perros. Cierro la cajuela con odio, como si con el golpe yo mismo matara a

esas dos personas que estaban destinadas a morir este día. A unos cinco metros del auto hay una pendiente en cuyo

fondo hay rocas y arbustos. Pongo el auto en neutral. Lo empujo con mucho esfuerzo temiendo que se regresara

sobre mí. Finalmente lo coloco al borde del barranco, tomo un trapo y lo meto en el conducto del tanque de gasolina, lo

enciendo mientras se desliza lentamente cuesta abajo. Al poco tiempo llega al fondo, y arde en silencio. Me coloco la

camiseta no sin antes limpiarme los rastros de sangre que hay en mi cara. Descanso detrás de unas piedras lejos del

accidente. No puedo dejar de mirar los pocos autos han pasado y ver cuál de ellos se para a observar aquello que

arde abajo. Ninguno se para. Nadie supone que se trata de un auto y mucho menos de un auto con dos cuerpos

adentro quemándose lentamente. Me quedo tarde, hasta que oscurece. A lo lejos se eleva un poco de humo negro,

son las llantas que se extinguen dejando una nube sin gracia en el cielo. Inicio mi camino dejando atrás el humo, la

cartera y los trapos con los que me he limpiado la sangre, sigo pensando en qué comprarle a mi mujer cuando la

vea.
Fin. Rosarito B.C. 2002\03